Paquete
sin energía
Mal hizo el Congreso al no aprobar la
participación privada en las eléctricas estatales.
En
efecto, cuando el señor Ollanta Humala anunció en su discurso de 28 de julio
que se buscaría que en una etapa inicial las empresas eléctricas estatales
pudieran vender el 20% de sus acciones en la bolsa, y que luego esta cifra
pudiera aumentar hasta un 49%, nosotros celebramos la noticia. Y lo hicimos
porque creemos que así se hubiera dado el paso correcto para mejorar los
servicios eléctricos que actualmente brindan las 16 empresas eléctricas que no
fueron privatizadas durante las reformas de la década de 1990.
Lo
anterior no lo decimos únicamente porque el que se permita a estas empresas
cotizar en bolsa las forzará a adoptar prácticas de gobierno corporativo y de
transparencia para lograr así un sector con mayor eficiencia. Lo decimos
también porque, como ya hemos sostenido en más de una ocasión, los privados
tienen muy buenas razones para usar los recursos que poseen de la mejor manera
posible, pues cualquier desperdicio les significará una pérdida en sus
ganancias. Por eso, a diferencia del Estado, que suele tomar las decisiones con
base en criterios políticos, los privados lo hacen basados en razones de
eficiencia. Además, en lo que toca a temas como el eléctrico, los privados
tienen también incentivos para algo clave para este servicio: ampliar su
cobertura, pues así amplían también sus clientes y sus ingresos.
Para
analizar cómo se traduce todo lo anterior en beneficios para los usuarios, no
hay que ir demasiado lejos. Como sostuvo hace algunos meses nuestro columnista
Iván Alonso en estas mismas páginas, las empresas eléctricas que fueron
privatizadas en la década de 1990 consiguieron ampliar su cobertura, aumentar
sus inversiones y reducir sus pérdidas de energía. “El consumo de electricidad
–aseguró Alonso– se multiplicó por tres, las líneas de transmisión se
duplicaron en extensión y el número de clientes de las empresas distribuidoras
pasó de dos millones y medio a más de seis millones”. La evidencia en favor de
la participación privada en el sector es abrumadora.
Al no
aprobar esta iniciativa, el Congreso no solo parece haber hecho de oídos sordos
a todos los anteriores argumentos, sino que, además, parece no haber estado
enterado de lo que sucede en las economías con las que nos debemos medir en la
región: nuestros socios de la Alianza del Pacífico.
Desde hace varios meses el Gobierno Mexicano viene impulsando una reforma
energética que ya se aprobó en el Parlamento. A través de la misma se ha
modificado la Constitución para permitir –luego de 70 años de monopolio
energético– la participación del sector privado en todo el sector. Incluida,
por supuesto, en su empresa insignia, Pemex –propietaria de todas las reservas
de petróleo y gas de México, y encargada exclusiva de la exploración,
producción y distribución al por menor–. Gracias a esta reforma, se espera que
nuestro aliado se convierta en una potencia energética en los próximos años,
pues se empezarán a explotar los recursos energéticos mexicanos olvidados desde
hace décadas por la desidia y la falta de conocimientos técnicos que supuso el
manejo estatal. Y así, mientras en México deciden desembarazarse de la carga
del estatismo empresarial, nuestros parlamentarios deciden avanzar contra la
lógica y la historia y seguir apostando por él.
Desgraciadamente,
nuestro Congreso no está a la altura del mexicano ni tiene la visión para darse
cuenta de qué sirve más al país. Una vez más, ha tomado una decisión
incorrecta, perjudicando en el camino a millones de peruanos.