El santo del cambio

1. Juan XXIII era visto como un "Papa de transición", pero demostró vocación por las reformas.
El mundo católico mira hoy con interés a Juan Pablo II, ante su inminente canonización. Pero Juan XXIII, el otro por canonizar, fue el verdadero Papa crucial.
Texto: Ramiro Escobar La Cruz
Fotografía: Agencias Ap y Reuters
Fotografía: Agencias Ap y Reuters
No hizo cuchucientos viajes alrededor del mundo. Tampoco era tan mediático, ni compuso una obra de teatro, ni escribió abundantes libros, ni –que se sepa– practicaba deportes. Era simple, llano y anciano cuando el 28 de octubre de 1958 fue elegido por un cónclave que, se dice, como otras tantas veces buscaba un “Papa de transición”.
Es decir, un Pontífice que no moviera el tablero terrenal ni espantara al escurridizo Espíritu Santo. Angelo Giusseppe Roncalli, sin embargo, apenas ingresó al trono de Pedro se convirtió, en efecto, en alguien que promovió un tránsito, algo inusual y dramático, en la Iglesia Católica Romana, la más vetusta y sólida institución humana.
“Antes de Juan XXIII las misas se daban de espaldas, eran en latín y la homilía era muy apagada”, cuenta un cura que tuvo ojos para verlo y que incluso estuvo en Roma por esos años de insólita metamorfosis eclesial. Los laicos tenían escasa influencia, el diálogo con otras confesiones era limitado y la jerarquía tenía un peso sideral.
Pero acaso lo más importante, lo que provocó un giro sustancial –que aún no termina por cierto– es que el catolicismo comenzó a hablar más claramente de su cercanía a los pobres y a dialogar, en serio, con la modernidad. Es a partir del llamado ‘Papa bueno’ que se aligera la brecha entre la razón y la fe, y el ecumenismo cobra real viada.
Esas puertas cerradas durante siglos se empezaron a abrir lentamente cuando el 25 de enero de 1959, tres meses después de su elección, Roncalli convocó el Concilio Vaticano II, que reunió a todos los obispos del planeta. Y que incluyó –cosa sorprendente para la época– a observadores de otras confesiones.
Lo que hizo el Concilio fue airear los intramuros de la Iglesia Católica, luego de un período en el cual la humanidad había sufrido, en carne y muerte propias, dos guerras mundiales. Según Rolando Ames, ex senador de la República y laico entendido en temas eclesiales, era una manera de responder al shock que estos enfrentamientos causaron.
Para el jesuita Víctor Codina había, además, asuntos urgentes que fueron removidos y que aparecen en las ‘Constituciones’ Gaudium et Spes y Lumen Gentium, dos documentos producidos durante la gran cumbre católica. Entre ellos, hacer que la Iglesia pase de estar “comprometida con el poder", a ser “enviada a evangelizar a los pobres”.
El aura de lo que luego sería la teología de la liberación, tal vez la corriente más progresista de la Iglesia, ya estaba allí. El trabajo que –en diversos confines del orbe, angustiado de posguerra– hacían curas y monjas que entendían su fe como un servicio a la justicia, había encontrado, finalmente, un cable en el Vaticano y en el propio Papa.
Juan XXIII, por si no fuera suficiente, también se planteó el tema de los anticonceptivos, un ítem que en sus tiempos provocaba aún más resquemores que en el presente y no había avanzado tanto en los predios científicos. Formó con ese fin una “Comisión para el estudio de los problemas de población, familia y natalidad”.
No sobrevivió al trabajo final de este equipo, como tampoco a las conclusiones del Concilio, pues falleció, de un cáncer gástrico, en 1963 (Vaticano II culmina en 1965, con Pablo VI). Hay controversia sobre lo que paso después, con todos sus intentos reformadores, pero lo claro, lo crucial, es que fue él quien los puso en la cancha.
El Papa Roncalli, por añadidura, mantuvo buenas relaciones con líderes mundiales no afectos al catolicismo, como el soviético Nikita Jruschev. Se reunió también con rabinos, con lo que de alguna manera reciclaba una vieja amistad y entrega, que plasmó durante la II Guerra Mundial, cuando salvó del holocausto a miles de judíos.
Lo hizo siendo delegado apostólico en Turquía y facilitando el paso a Oriente Medio de muchos de ellos. Antes, había tenido el mismo cargo en Bulgaria, donde llevó la fiesta en paz con los ortodoxos. Tenía, por todo eso, vasta experiencia diplomática, en medio de su sonrisa bonachona y su aire informal, un poco al estilo del Papa Francisco.
¿Se parecen ambos? En algo. Juan XXIII era de origen campesino modesto, mientras que Bergoglio es un hombre de ciudad. Pero ambos parecen coincidir en que, cuando les tocó el Papado, procuraron ventilar el cotarro católico, sacudir dogmas, aun cuando, ayer y hoy, dentro y fuera del Vaticano, hubo quienes los resistieron y los resisten.
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