domingo, 27 de abril de 2014

El santo de los humildes

Domingo Tamariz Lúcar. Periodista

Como ninguna otra ciudad de América y tal vez del mundo, Lima se precia de haber albergado a cinco santos en el primer siglo de su fundación. Uno de ellos fue san Martín de Porres, patrón universal de la paz.

Desde muy niño supe de su vida y grandeza espiritual debido a que mi padre fue uno de sus grandes devotos. Tanto que en mayo de 1962, cuando fray Martín fue declarado santo por Juan XXIII, fue uno de los peregrinos peruanos que viajó a Roma para presenciar su canonización.

Martín de Porres nació en Lima el 9 de diciembre de 1579, o sea cuando apenas habían transcurrido 44 años de la fundación de la Ciudad de los Reyes. Fue hijo ilegítimo de Juan Porres, un hidalgo español venido a menos, y de la negra liberta Ana Velásquez, vecina de Lima y natural de Panamá.

Recibió el bautizo en la iglesia de San Sebastián –que hasta hoy existe–, en la misma pila y por el mismo párroco que sacramentó a santa Rosa de Lima. Y en esa suerte, años más tarde, lo confirmó en la fe santo Toribio de Mogrovejo.

Creció al lado de su madre hasta los 7 años, edad en la que su padre lo llevó temporalmente a Guayaquil. De regreso a Lima vivió en el barrio de Malambo, en casa de Isabel García Michel, mujer de condición modesta. Al lado de ella, aprendió a leer y escribir, y a los 12 años de edad entró a trabajar en la botica de Mateo Pastor (yerno de doña Isabel), donde se adiestró en la elaboración de pócimas y pomadas. Otros biógrafos refieren que vivió al lado de su madre, y en ese azar aprendió el oficio de barbero y algunos conocimientos de medicina mediante el trato con un médico. Una tercera versión afirma que a los 8 años fue adoptado por un noble español que se encargó de su educación.

En lo que sí no hay dudas es en que desde niño dio muestras de su profundo amor por Dios. Empujado por esa fuerza interior, a los 15 años ingresó en la Orden de Santo Domingo en calidad de donado, es decir, como terciario por ser hijo ilegítimo, y 9 años después hizo la profesión como hermano lego. En ese devenir, en 1606 se convirtió en fraile y profesó los votos de pobreza, castidad y obediencia.

En el convento fue campanero y logró fama por su intensa religiosidad y amor al prójimo. Dormía muy poco, apenas tres o cuatro horas. Su manutención era frugal en extremo: no comía carne, solo caldo con algunas verduras, y aun así no lo comía todo “porque guardaba de allí la mitad para dar a sus pobres”.

En el convento también hizo de barbero, sangrador y sacamuelas. Todo lo que había aprendido como herbolario en su juventud hizo de Martín un curador de enfermos, en especial de los más pobres. Su fama se extendió rápidamente por toda la ciudad y, en ese destino, la gente más necesitada acudía a verlo masivamente. Su asistencia era variada: tomaba el pulso, vendaba, entablillaba, sacaba muelas, suturaba, succionaba heridas sangrantes y curaciones, que realizaba con una destreza admirable.

Además, sentía un cariño enternecedor por los animales, particularmente por los perros, gatos y roedores. Y en esa pasión, logró hermanarlos, al punto que, gracias a él, “comieron en un plato perro, pericote y gato”.

No se sabe cómo, pero varias veces –afirman sus biógrafos– estuvo curando en distintos sitios y a diversos enfermos al mismo tiempo, en una bilocación sobrenatural.

Los religiosos de la ciudad iban de sorpresa en sorpresa, por lo que el superior de la orden le prohibió realizar acciones extraordinarias sin su consentimiento. Un día, cuando regresaba al convento, un albañil gritó al caer del andamio; fray Martín le hizo señas y corrió a pedir permiso al superior, y este y el susodicho quedaron cautivados por su docilidad.

Fue vidente, conocía el pasado y el porvenir. Sabía cuándo alguien iba a fallecer; él mismo predijo su partida. Cuando se acercaba el final, pidió a los religiosos que le rodeaban que entonaran el Credo. Mientras lo cantaban, entregó su alma a Dios. Era el 3 de diciembre de 1839. Su muerte conmovió a la ciudad. Había partido a la eternidad el hermano y el enfermero de todos.

“Contra todo lo que se cree, no hizo milagros en vida, por lo menos grandes milagros, pero protagonizó hechos extraños”, dice el historiador Antonio del Busto Duthurburu.
Su culto se extendió prodigiosamente. En ese devenir, Gregorio VI lo declaró beato en 1837, y 125 años después, en mayo de 1962, fue canonizado por Juan XXIII.
San Martín de Porres y santa Rosa de Lima son hoy los santos peruanos más venerados en toda la redondez de la Tierra.